lunes, 6 de agosto de 2012

Y Pies y santos oleos.



Por: Alma Angelina C. Carbajal Guzmán.

Detrás de la ventana de un pasillo de departamentos, la lluvia encendía un sonido sordo de humedad. En ese enorme corredor, los tacones haciendo tic tac en los pasos de Anaïs, irrumpieron la baja frecuencia del aguacero. Un metro setenta y dos centímetros, dientes desiguales pero blanquísimos, sonrisa larga enmarcada en un lipstick rosa pálido, los ojos a medio cerrar se hallaban ocultos detrás de unos lentes humeados. La figura finísima; vista desde el  orificio de una llave. Anaïs  tomo del bolso marrón las llaves y abrió la puerta de su departamento, se quito el antifaz y el vestido negro que la hacía afinar más su escuálida figura. Así aun con los lentes puestos y desnuda cerró la puerta. No le importo, el reloj marcaba las dos de la madrugada.





El tic tac de tacones seguía cayendo como gotas por todo el piso de caoba. Sacando un cigarrillo del bolso se recostó en el sofá y lo fumo a cucharadas intensas de sobriedad. Conforme se tocaba un pezón, iba acariciando también un mechón de cabello, por el simple gusto de la madrugada, el frió y la soledad. Aquello de pronto le despertó una extraña pero esporádica excitación, impuesta quizá porque el encuentro con Nikolai, que no fue acertado desde el inicio.




No hace mucho que lo conocía,  lo poco que sabía sobre él, es que venía de Rusia;  un ruso en un país en que el deshielo de las probabilidades de que sobreviva alguien de esa nacionalidad, podría poner en peligro su tranquilidad, una paz que a Anaïs le había costado mucho obtener.
Nikolai la deseaba desde hace dos semanas y solo habían hecho el amor dos veces. Para Anaïs  ambos encuentros le fueron suficiente, para darse cuenta de que el placer venía en dos caminos que se bifurcan: una era el suplicio, y otra la historia detrás de los grabados en su piel.

La última vez que lo hicieron, Anaïs no vio estrellas, no de esa clase, si no las que se acomodaban en el pecho y sobre las rodillas de Nikolai,  al contemplarlas,  el súbitamente le tomo de las nalgas y el orgasmo vino rápido, extenuante, recorriendo como la tinta sobre la piel todo el cuerpo de Anaïs.

Anaïs suspiro, apartando el recuerdo con un quejidito que salía de su boca entre abierta. Dejo el chocante jugueteo de su pezón y movió un poquito la nariz tratando de atrapar el aroma que recién se había colado en la atmósfera. Olía a pan que se mezclaba con un aroma dulce de crema, vainilla. Anaïs pasaba su lengua ahora por el borde de los labios, como si pescara la fluctuante esencia que flotaba desde su alcoba hasta el recibidor. De golpe se puso de pie, de la repisa saco una sartén y el aceite, giro la perilla de la estufa con cuidado y abriendo la nevera con la aguja del tacón, extrajo también un recipiente que contenía una masa amarilla, parecida a la que se utiliza para fabricar crepas.

El calor se mantuvo en el metal de la sartén e iba en aumento. Sin querer uno de los erectos pezones de Anaïs se achico por la intensa temperatura, lo que le indico que ya estaba lista para verter el aceite, el cual cayó en hilillo posándose efervescente en la superficie. El aroma que despidió el líquido le pareció irrigante a los sentidos.
Cerrando los ojos se vio atada de las manos al respaldo de una silla, las piernas extendidas sobre una mesita y las plantas de los pies desnudas daban la cara a una parrilla de metal. Nikolai encendió un cigarrillo, ofreciéndole un toque a Anaïs, como  para abrir el suceso que a continuación jamás pensó rompería el recipiente de su imaginación.

Nikolai presiono el switch  y en la rejilla pronto comenzó a propagarse el calor. Anaïs intento soltarse varias veces pero era inútil;  le tostarían los pies, solo por haber dicho el nombre de ese hombre que ahora la tenia castigada a pie descalzo. Para hacer más extensa la tortura, Nikolai derramo sobre ambos pies aceite de olivo. Anaïs trataba de separar la sensación soplando alrededor, pero la viveza iba sofocando todo el oxigeno que tenía a su alcance y abriendo un poco las piernas un latido se precipito dentro de ella, una inusitada promiscuidad le embadurnaba las ingles y así que comenzó a gemir, despacito,  casi inaudible. Nikolai se dio cuenta y aumento la temperatura en lo que Anaïs movía los pies tratando de quitarse y no queriendo,  esa vehemencia que subía desde sus pies hasta su clítoris. Ella gimió un poco mas fuerte y el oxidado perfume del  aceite le aferro más a la silla.

Anaïs soltó un último gemido más dilatado y claro. Nikolai le beso muy lentamente para después  de un puntapié tumbar el artefacto haciéndolo pedazos. Luego desato a Anaïs, le percibió lejana, suya de alguna manera, pero entera de otras formas que él jamás podría tocar. Colocándola sobre el sofá  a medio desfallecer, Nikolai  se fijo que el asiento de la silla estaba húmedo y  como tomando una muestra de polvo, paso el dedo y observo el desenlace de aquel cristalino orgasmo, después lo probó y se marcho enseguida.



Para Anaïs solo fue un parpadeo, cuando el aceite de su sartén se quemaba al igual que ella. Le dio vuelta a la perilla. Corrió y quitándose de súbito los tacones, se lamio los dedos que aun tenían un poco de olor a aceite, aroma de un platillo desconocido, impreparado. Que únicamente se cocino a fuego lento, en las fauces de sus entrañas, con un toque de infierno que subía como lengua de fuego por  los dedos de sus pies, hasta la exasperación que ardía en el  arrebato  de sus piernas.