Por: Alma Angelina C. Carbajal Guzmán.
Detrás de la ventana de un pasillo de departamentos, la
lluvia encendía un sonido sordo de humedad. En ese enorme corredor, los tacones
haciendo tic tac en los pasos de Anaïs, irrumpieron la baja frecuencia del
aguacero. Un metro setenta y dos centímetros, dientes desiguales pero
blanquísimos, sonrisa larga enmarcada en un lipstick rosa pálido, los ojos a
medio cerrar se hallaban ocultos detrás de unos lentes humeados. La figura
finísima; vista desde el orificio de una
llave. Anaïs tomo del bolso marrón las
llaves y abrió la puerta de su departamento, se quito el antifaz y el vestido
negro que la hacía afinar más su escuálida figura. Así aun con los lentes
puestos y desnuda cerró la puerta. No le importo, el reloj marcaba las dos de
la madrugada.
El tic tac de tacones seguía cayendo como gotas por todo el
piso de caoba. Sacando un cigarrillo del bolso se recostó en el sofá y lo fumo
a cucharadas intensas de sobriedad. Conforme se tocaba un pezón, iba
acariciando también un mechón de cabello, por el simple gusto de la madrugada,
el frió y la soledad. Aquello de pronto le despertó una extraña pero esporádica
excitación, impuesta quizá porque el encuentro con Nikolai, que no fue acertado
desde el inicio.
No hace mucho que lo conocía, lo poco que sabía sobre él, es que venía de
Rusia; un ruso en un país en que el
deshielo de las probabilidades de que sobreviva alguien de esa nacionalidad,
podría poner en peligro su tranquilidad, una paz que a Anaïs le había costado
mucho obtener.
Nikolai la deseaba desde hace dos semanas y solo habían
hecho el amor dos veces. Para Anaïs ambos encuentros le fueron suficiente, para
darse cuenta de que el placer venía en dos caminos que se bifurcan: una era el
suplicio, y otra la historia detrás de los grabados en su piel.
La última vez que lo hicieron, Anaïs no vio estrellas, no de
esa clase, si no las que se acomodaban en el pecho y sobre las rodillas de
Nikolai, al contemplarlas, el súbitamente le tomo de las nalgas y el
orgasmo vino rápido, extenuante, recorriendo como la tinta sobre la piel todo
el cuerpo de Anaïs.
Anaïs suspiro, apartando el recuerdo con un quejidito que
salía de su boca entre abierta. Dejo el chocante jugueteo de su pezón y movió
un poquito la nariz tratando de atrapar el aroma que recién se había colado en
la atmósfera. Olía a pan que se mezclaba con un aroma dulce de crema, vainilla.
Anaïs pasaba su lengua ahora por el borde de los labios, como si pescara la fluctuante
esencia que flotaba desde su alcoba hasta el recibidor. De golpe se puso de
pie, de la repisa saco una sartén y el aceite, giro la perilla de la estufa con
cuidado y abriendo la nevera con la aguja del tacón, extrajo también un
recipiente que contenía una masa amarilla, parecida a la que se utiliza para
fabricar crepas.
El calor se mantuvo en el metal de la sartén e iba en
aumento. Sin querer uno de los erectos pezones de Anaïs se achico por la
intensa temperatura, lo que le indico que ya estaba lista para verter el
aceite, el cual cayó en hilillo posándose efervescente en la superficie. El
aroma que despidió el líquido le pareció irrigante a los sentidos.
Cerrando los ojos se vio atada de las manos al respaldo de
una silla, las piernas extendidas sobre una mesita y las plantas de los pies
desnudas daban la cara a una parrilla de metal. Nikolai encendió un cigarrillo,
ofreciéndole un toque a Anaïs, como para
abrir el suceso que a continuación jamás pensó rompería el recipiente de su
imaginación.
Nikolai presiono el switch y en la rejilla pronto comenzó a propagarse el
calor. Anaïs intento soltarse varias veces pero era inútil; le tostarían los pies, solo por haber dicho el
nombre de ese hombre que ahora la tenia castigada a pie descalzo. Para hacer
más extensa la tortura, Nikolai derramo sobre ambos pies aceite de olivo. Anaïs
trataba de separar la sensación soplando alrededor, pero la viveza iba
sofocando todo el oxigeno que tenía a su alcance y abriendo un poco las piernas
un latido se precipito dentro de ella, una inusitada promiscuidad le
embadurnaba las ingles y así que comenzó a gemir, despacito, casi inaudible. Nikolai se dio cuenta y
aumento la temperatura en lo que Anaïs movía los pies tratando de quitarse y no
queriendo, esa vehemencia que subía
desde sus pies hasta su clítoris. Ella gimió un poco mas fuerte y el oxidado
perfume del aceite le aferro más a la
silla.
Anaïs soltó un último gemido más dilatado y claro. Nikolai
le beso muy lentamente para después de
un puntapié tumbar el artefacto haciéndolo pedazos. Luego desato a Anaïs, le
percibió lejana, suya de alguna manera, pero entera de otras formas que él
jamás podría tocar. Colocándola sobre el sofá a medio desfallecer, Nikolai se fijo que el asiento de la silla estaba
húmedo y como tomando una muestra de
polvo, paso el dedo y observo el desenlace de aquel cristalino orgasmo, después
lo probó y se marcho enseguida.
Para Anaïs solo fue un parpadeo, cuando el aceite de su sartén
se quemaba al igual que ella. Le dio vuelta a la perilla. Corrió y quitándose
de súbito los tacones, se lamio los dedos que aun tenían un poco de olor a aceite,
aroma de un platillo desconocido, impreparado. Que únicamente se cocino a fuego
lento, en las fauces de sus entrañas, con un toque de infierno que subía como
lengua de fuego por los dedos de sus
pies, hasta la exasperación que ardía en el
arrebato de sus piernas.